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Nuestra historia.

Uno de los acontecimientos más importantes de la historia del Reino de Aragón se produjo frente a los muros de la que llamaban “la ciudad de la muralla de las cien torres”, que no era otra que Wasqa, o como nosotros la conocemos, Huesca. Aragón, que nació como un pequeño condado enclavado en los altos valles del Pirineo (al igual que Sobrarbe y Ribagorza) y con todas las limitaciones que ello suponía, soñó desde el principio con lograr arrebatar a los musulmanes los territorios del llano, lo que es la hoya de Huesca. Apenas contaban con unos pocos valles que dedicar a una agricultura y ganadería que daban poco más que para subsistir. Al contrario de lo que había pasado en la zona del valle del Duero, que había sido prácticamente abandonado por los musulmanes desde muy pronto y que por tanto facilitó un avance más temprano, el islam era tremendamente fuerte en el valle del Ebro, y Wasqa y Saraqusta (Zaragoza) formaban una formidable barrera que impedía el avance cristiano.

La batalla del Alcoraz.

Sin embargo, a la muerte de Sancho III de Pamplona, el condado aragonés se desgaja y su hijo Ramiro se hace con las riendas. El considerado como primer rey aragonés (aunque él jamás firmó un documento como tal), comenzó una carrera de construcción de un verdadero Estado, dotándolo de estructuras, de capital, convirtiendo a Jaca de poco más que un caserío a una ciudad, y de un ejército propio. Entre él y sobre todo su hijo Sancho Ramírez convirtieron a Aragón en una potencia regional a tener en cuenta, y mientras que hacia el año 1035 apenas era capaz de defender sus propias fronteras y poco más, en 1094 Sancho Ramírez ponía sitio a Wasqa. El infortunio de una flecha inesperada le apartó de su destino, pero hizo jurar a sus hijos que no descansarían hasta tomar la ciudad altoaragonesa y que el reino lograra por fin poner pie firmemente en el llano. Y así lo hizo su primogénito Pedro I.

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La conquista de Wasqa era pues una misión casi divina que se le había encomendado a la monarquía aragonesa, y su preparación duró décadas. Se construyeron imponentes fortificaciones en las cercanías de la ciudad como las de Loarre o Montearagón, primero con la idea de defender el reino, pero con vistas al futuro para vigilar los movimientos musulmanes y por último para ser las bases desde las que maniatar y por fin asestar el golpe definitivo.

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Tras el fracaso del año 1094, Pedro I volvió a la carga tan solo dos años después, y en junio de 1096 comenzó el sitio sobre la ciudad, que se aprestó a resistir. Wasqa era una ciudad perteneciente a la taifa de Saraqusta, y su rey Al-Musta’in II comenzó a preparar un gran ejército, ya no solo con la intención de levantar el sitio y salvar a la ciudad oscense, sino para propinar a los cristianos semejante varapalo que tardarían décadas en volver a intentar poner su pie en el llano. Los meses pasaron y, por fin, con la ciudad ya en los límites de su resistencia, las tropas de la taifa salieron de la capital del Ebro en dirección al norte. Decían las crónicas que este ejército era tan grande que su vanguardia ya había llegado a Zuera cuando la retaguardia todavía no había terminado de salir de Saraqusta. Es más que probable que esto sea una invención de los cronistas, permitida por todos para ensalzar la victoria cristiana y que esto no fuera así, pero desde luego es seguro que el rey Al-Musta’in debió lanzar casi todas las fuerzas de su reino en esta batalla, contando además con la ayuda de tropas castellanas enviadas por Alfonso VI, quien ambicionaba conquistar el valle del Ebro y no podía permitir que otro poder cristiano amenazara y se hiciera con esos territorios.

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El 15 de noviembre de 1096 ambos ejércitos se encuentran frente a frente e inician una dura batalla a las afueras de Wasqa, en los llamados campos de Alcoraz, que acabó dando nombre a la batalla. La lucha fue encarnizada. Tanto, que es aquí donde entra la leyenda. Al parecer, los aragoneses estaban perdiendo la batalla, pero fue entonces cuando un caballero apareció en mitad de la refriega acompañándole a lomos de su caballo otro caballero que al parecer era de origen alemán. Ambos vestían con una gran cruz de gules sobre fondo blanco, y su lucha fue tal que ambos enardecieron a las tropas aragonesas, las cuales volvieron a contraatacar y acabaron por lograr la victoria final, que fue confirmada durante los días siguientes. Ese caballero misterioso no era otro que San Jorge, quien según parece acababa de estar al otro lado del Mediterráneo, en Antioquía, luchando también contra los musulmanes, pero que sintiéndose necesitado por el rey de Aragón y sus mesnadas apareció en los campos oscenses acompañado de ese caballero alemán que luchaba en oriente y al que acababa de salvar.

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La victoria fue total y, apenas una semana después, Pedro I y sus tropas entraban en Wasqa, a la que se rebautizaría como Huesca, y que rápidamente se convirtió en la nueva capital del reino aragonés. Con la ciudad venía también el control de toda la región y de sus fértiles, ricas y abundantes tierras, lo que consolidó por fin al reino y le dio las fuerzas suficientes como para que apenas un cuarto de siglo después se hubiera hecho con la propia Saraqusta, Tarazona, Calatayud, Daroca, etc. Pero eso, lo contaremos otro día.

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Sergio Martínez Gil

Lcdo. en Historia por la Univ. de Zaragoza

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